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Etiquetas: jose ramon muñiz alvarez, puente domingo flórez José Ramón Muñiz Álvarez MEMORIAS DEL SENDERO DE QUEREÑO RECUERDO DEL PUENTE DE DOMINGO FLÓREZ
Esta es la historia de dos profesores amigos de la liebre y del ciervo, en las soledades del Puente de Domingo Flórez, allá por el curso 2009-2010. No suelen, en invierno, retrasarse los brillos del ocaso silencioso, cuando la tarde muere en lo lejano. Los cielos, encendiendo sus colores, enseñan en la altura esos bermejos que llenan de belleza la alta bóveda. No importa, sin embargo, que, a su antojo, desciendan los termómetros, pues siempre se puede caminar por las veredas. Y es bello caminar cuando la helada, tentada por eneros aburridos, regresa, cada noche a estos lugares. Los lunes suelen ser tan rutinarios como el manjar mezquino que les niegan los campos a las aves migratorias (difícil es amar las horas lánguidas del lunes miserable que condena los sueños del descanso del domingo). Resulta bello, en cambio, por la tarde, si suenan rumorosas las corrientes del Sil, al enlazar con el Cabrera. Y, al tiempo, en su fatal melancolía parece haber un halo de emociones que envuelve a los espíritus nostálgicos. Quereño tiene trenes, que no el Puente, sin tren, con carreteras comarcales dejadas al olvido de los mapas. Por eso vengo aquí, por eso espero, dejando atrás el Bierzo y La Cabrera, que llegue el tren que viene desde Vigo. Y Vigo está muy lejos: Pontevedra contempla el mar azul desde sus playas, románticas acaso, silenciosas. Y quedan solamente unos minutos para que el tren alcance esa parada que casi no es destino de ninguno. Por eso es bueno, acaso, entretenerse bebiendo un vino suave, si lo sirve Lucita, con sus risas inocentes. Lucita, vieja ya como los siglos, conserva la niñez en la mirada, mantiene la bondad dentro del pecho. Conversa amable con quien la visita, y escapa del terrible aburrimiento de tantas horas llenas de tristeza. En un rincón tal vez insospechado para dos profesores interinos, la vida se ha hecho hermosa, de repente. El pueblo, sin un cine ni un teatro, no ofrece distracción a quienes vienen para ganarse el pan con la enseñanza. Pero una magia mística nos llena, porque, con poco, puede ser dichoso quien sepa disfrutar de este paraje. Pensar que ya conozco estos villorrios de dos años atrás, cuando me vine para hacer mi trabajo en Ponferrada… Y ya fui amante entonces del paisaje, de los largos caminos de Quereño, de las desnudas tierras de Las Médulas. Era el final del curso, y César Gómez el compañero fiel de caminata, llegadas ya las cinco de la tarde. Lugar donde tomar vino del bueno, que suele ser un gusto cada tarde, Los Arcos es local muy concurrido. Las gentes suelen ir por las mañanas, y toman el café, ya a medio día, las gentes que regresan del trabajo. No es raro entretener allí las horas, y es casi obligación, cuando hay mercado, comer allí los callos, tras el pulpo. Se toma allí el Godello de colores dorados como el sol que, tras la niebla, levanta su belleza con el alba. Y no faltan los tintos, favoritos de grandes bebedores, que no faltan en la región del Bierzo y La Cabrera. Sentados a la mesa discutimos mi amigo y yo del arte de estos tiempos, pues él defiende la pintura abstracta. A veces, opiniones de política parecen enfrentar a quienes sólo discuten por ser esto una terapia. Solemos defender puntos de vista contrarios por pinchar, por buscar algo que dé pie a discusiones encendidas. También dudo si es útil la lectura de tanta actualidad, pues los periódicos se mofan del lector con sus engaños. Las horas pasan casi inadvertidas y es hora de cenar, porque en La Torre los lunes es frecuente que vayamos. Llegar pronto a La Torre es un pretexto para un vinillo más, y nos lo sirve, risueño y amigable, el viejo Berto. Allí están el sargento, el indio quichua, Simón, de convicciones peronistas, e xentes que nos falan en galego. Carliños sabe bien falar a lingua, que mezcla al catalán y a un castellano que tiene fuerte acento bonaerense. Y el fútbol, tema siempre socorrido, se instala sin pudor después del arte, la música, las letras, la poesía. Tomamos ya un Mencía, preparando la tripa para el tinto que acompaña las cenas, rebajado con gaseosa. Después queda sentarse ante la mesa del comedor que aguarda, iluminado, la entrada de corrientes comensales. El indio ecuatoriano cena solo, mas, al estar nosotros, se nos une, nos cuenta sus miserias y alegrías. 2010-2011 © José Ramón Muñiz Álvarez |
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