Erase una vez dos hermosas y extrañas semillas que bajo la oscura tierra se reconocieron y que con un infinito abrazo en una sola se fundieron.
De ellas nació un árbol hambriento y soñador que transformaba la fría lluvia en ferviente sudor. Con gotas de ilusión muy rápido creció pero tanta agua sus ramas pronto debilitó.
A veces las orugas se comían todo su verdor, quedando así angustiado y carente de esplendor
.
Otras veces un oso perezoso sobre él se sentaba y con su inmenso peso su crecimiento paraba.
Entonces, tal era la claustrofobia que sentía, que volver a ser semilla entre sollozos pedía.
También las densas nubes lo confundían, pues dudaba si era de noche o de día, si con ellas caricias de placer traían
o si con relámpagos tristes melodías emitían.
Aun así, en su interior tenía la certeza de que la clave estaba en ser paciente, pues sería el tronco de más sólida corteza
que, como el amor eterno, crece con naturalidad pero lentamente.
E incluso si un rayo el tronco por la mitad partiera, entre sangre y huesos rotos resucitar lograría. Su salvia es tan dulce, pura y apasionada, que con cuidado y determinación su cuerpo regeneraría.
Sólo ella recuerda las enseñanzas de sus madres y maestras, las semillas de secuoya, y sólo ella es capaz de percibir la constante vibración de aquel primer abrazo que aun perdura.