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Etiquetas: libro de sonetos, jose ramon muñiz alvarez “Ballesteros de la tarde” Para Pilar Muñiz Muñiz Soneto I Fue el suyo el corazón más generoso Que nadie conoció sobre la tierra, Y más dulce fue el pecho que lo cierra En una urna de amor vuelta en reposo. No dejará jamás de ser hermoso, Más blanco que la nieve de la sierra, Este recuerdo grato que destierra La muerte hacia su imperio silencioso. Mas no podrá arrancar tanto cariño, Ni tanto amor ni fe, con insolencia, La ronda de la noche silenciosa. No robará el recuerdo de aquel niño Que ayer la vio y, llegada ya su ausencia, Su voz recuerda dulce y temblorosa. Soneto II Llegar al cielo quise en raudo vuelo Y el alma rescatar cuando ascendía, Mas no alcanzó la altura que quería El llanto de los suyos sobre el suelo. Las llamas derramó el sol en el cielo Como un cristal ardiente de alegría, Mas luego se apagaron, con el día, Sus ojos fatigados de desvelo. Así será que el horizonte hiera El rayo más temprano, el alba clara, Un nuevo despertar de primavera. Y, libre ya su voz, jamás avara, No será entonces sueño ni quimera Su voz cuando en el sol se reflejara. Soneto III Al cielo regresó el alma desnuda Dejándonos en estas soledades, Viajando más allá de las edades, Más lejos del lugar que un mar anuda. Sus labios se cerraron y, ya muda, Cerró los ojos, llenos de bondades, Y, faltos de certezas y verdades, Al verla así, voló libre la duda: Dará le el sol más luz de la que hoy hubo, Si quiere, generoso, devolverle Con su rayo veloz el claro día. Su llama mayor brillo del que ya tuvo Alegre mostrará cuando encenderle La antorcha quiera el alba siempre fría. El alba despertaba La tarde silenciosa La espalda volvió al sol que se ponía Con un bostezo hermoso: El mar estaba en calma Y el cielo despejado, Cuando llegó la tarde, Y el sol dejó escapar su raro overo Y los corceles bellos de su sueño. La tarde silenciosa La espalda volvió al sol que se ponía Con un bostezo hermoso: La paz llenó la brisa Y fue el calor cediendo, Cuando cayó el silencio, Y el sol dejó escapar su raro overo Y los corceles bellos de su sueño. La tarde silenciosa La espalda volvió al sol que se ponía Con un bostezo hermoso: La luz se iba perdiendo Allá en la lejanía, Cuando llegó la noche, Y el sol dejó escapar su raro overo Y los corceles bellos de su sueño. La tarde silenciosa La espalda volvió al sol que se ponía. Soneto IV Su vida derramó cuando la tarde El cielo fue vistiendo de tristeza, Febril ayer, alegre en su belleza, Ya tímido, ya triste, ya cobarde. Voló un gorrión entonces, y un alarde Le dio la luz del sol, vuelto en pereza, Al beso del crepúsculo que empieza A despojar su llama mientras arde. Y no borró su rostro la hermosura Ni su semblante por la edad herido La muerte que en sus fauces apresura. Del aire fue un suspiro consumido, Del raro aliento extraña quemadura, Su voz cansada, verso en el olvido. Soneto V Volvió a brillar el sol, la luz temprana, Mas no fue en su cansado cristalino, Otrora alegre y frágil, peregrino, Como la luz se atreve a la mañana. La llama ardió, del cielo soberana, Y no cruzó su risa en su camino, Que ya es su lirio en el jardín vecino La antorcha que se yergue más lozana. No la hallaréis jamás donde risueña La visteis otras veces, que un lucero La arranca hacia el lugar en el que sueña. Las playas, los arroyos y aún entero Un ponto en las alturas ven por dueña Su voz sobre un altar más duradero. Soneto VI Despertará feliz la luz del día Atenta a la belleza del espacio Y el blanco del coral verán despacio Mezclarse en su curiosa algarabía; Mas no estarás tú ya donde solía La nieve decorar tu pelo lacio, El hielo del granizo, ese palacio De luces que, en tu boca, fue alegría; Que la sonrisa tierna, la mirada Y la expresión más dulce que la aurora, Durmió con el verano su invernada: Hoy vuela a ti, cansada y a deshora, La lírica más triste ayer usada, Donde los hielos guardan su demora. El crepúsculo callado La tarde cayó cansada Dominando la hermosura Que dio al cielo su figura Cuando nació la alborada. La belleza derramada Sobre el arroyo callado, Sobre el cielo despejado Y su sublime belleza, Sucumbió con la firmeza De un sol triste y derrotado: Los campos adormecidos Que, cubrieron las heladas, Hallaron las madrugadas Por el silencio vencidos: Los ocasos malheridos A los cielos derrotaron, Que, lentos, se resignaron A perderse entre las sombras Cuando negras las alfombras Su hermosura desgarraron. Y partiste a lo lejano Con el ocaso y su overo, Para ver el mundo entero Una tarde de verano, Pues sobre un potro lozano Llegaste a la inmensa altura Donde bella tu ternura Feliz contempla los mares, Los campos y los altares De la sierra y su hermosura. Soneto VII Al sol diré que quiera darte amparo, A las estrellas que el palacio habitan De noches tristes, cuando allí crepitan Sus fuegos de color, su vuelo raro. Será el fulgor del sol tal vez más claro: Más brillarán los astros donde gritan Y más luz te darán donde levitan Sus cuerpos temblorosos sin reparo. Diré al cielo que acoja allá en la altura La cálida sonrisa, la mirada Que dijo, sin palabras, tu ternura. Ya no estarás aquí con la alborada Ni habremos donde hallar tanta dulzura, La llama de tu risa alborotada. Los arqueros de la tarde Las estrellas primerizas La vieron desde la altura, Cuando llegó su hermosura A un cielo vuelto en cenizas. Sobre las viejas calizas Y los montes con empeño, Durmió en el aire su sueño, Como el ángel que, cansado, Se alza al cielo, fatigado, Entre callado y risueño. Voló feliz y ligera A las mansiones sagradas Donde viejas alboradas Anuncian la luz primera, Donde la mira, a la espera La última estrella del cielo, Donde se desliza el vuelo De un sol triste y sin alarde Que, declinó, con la tarde, Llorando su desconsuelo. Y nos deja la tristeza De la ausencia que deshizo Su dulce gracia, el hechizo Del mirar que con dureza, Con crueldad, con aspereza, Arrancó firme la muerte, Llenando de negra suerte Los ojos que, ya rendidos, Se cerraron, abatidos, En el silencio más fuerte. La hará el cielo ser lucero Entre sus muchas centellas, Cuando en su coro de estrellas Brille su fuego sincero. Allí será duradero El resplandor más lozano Que, en las tardes de verano Querrá iluminar la altura, Mostrándonos su figura, Como ofreciendo la mano. Será la aurora, sin ella, Menos clara y luminosa, Cuando la sala espaciosa Llene de luz su querella. Y la pradera más bella Dormirá bajo la helada, Cuando nazca la alborada En las sagradas mansiones Donde estrellas y blasones Tornan sus luces en nada. Soneto VIII Tu pecho se apagó cuando el semblante Sin luz buscó la luz que no encontraron Tus ojos cuando en vano la buscaron Temiendo no encontrarla en ese instante. La luz faltó, y buscaste delirante, Al tiempo que los labios se callaron, Tus ojos levemente se cerraron, Y no encontró tu pecho el aire errante. Hoy rozas, entre escarchas el granizo, La nieve que los valles más lejanos Esconde con su manto de tristeza. Qué rápido tu vida se deshizo, Qué frágiles cayeron los veranos, Qué pronto te dio el hielo su dureza. Soneto IX La tarde derrotó tu fortaleza Y muerte dio a tus torres y castillos Después de que la sombra los anillos Del sol febril tomó con aspereza. Su espada, helada y triste, con dureza Tu pecho atravesó y, donde, sencillos, Volaban dos alegres herrerillos También tu alma voló, rica en belleza. Llamaron las campanas en la altura, Y alzaron con su largo recorrido La seca, amarga y triste singladura. Mil lágrimas oyeron su sonido, Mil lágrimas la paz de tu figura, Mil lágrimas tu amor desde el olvido. Alzó el mirar el alba Alzó el mirar el alba Con un bostezo claro, Mirando los arroyos Que corren por los campos, Y, entonces recordó que ya no estabas, Que no estaban aquí tus ojos viejos, Heridos por la vida, Heridos por los años Que por tu voz corrieron largamente. Alzó el mirar el alba Con un bostezo claro, Mirando los arroyos Que corren por los campos, Y, entonces recordó que ya no estabas, Que no estaban aquí tus labios tristes, Aquellos labios tristes Que ya no hablaban nunca Callados como el ángel de la noche. Alzó el mirar el alba Con un bostezo claro, Mirando los arroyos Que corren por los campos, Y, entonces, recordó que ya no estabas, Que no estaba ya aquí tu blanco pelo, Herido por las nieves Y por la escarcha herido, Después de que fue sueño tu mirada. Soneto X No morirá la voz de la esperanza Ni negará su fuego a quien lo quiera Al darle su más grata primavera A quien valiente espera y no la alcanza. No morirá la voz por la tardanza Que el tiempo impone, pues, donde la espera Aguarda con paciencia una quimera, Muy pronto será dicha su bonanza. Que no podrá la daga de la muerte, Si fue tan poderosa al arrancarte, Negarme ahora el capricho de quererte. Será mi fe feliz con no olvidarte, Mi pecho lo será con no perderte, Será mi voz más clara al recordarte. Soneto XI Dejó el tiempo malvado en cada rizo El blanco más mortal y despiadado, Haciendo su cabello más callado, Más claro que la nieve y el granizo. Su rostro, que era joven, vio invernizo, Su piel halló vencida y derrotado Un rostro por los años ya cansado, Que, a fuerza de ser bello, se deshizo. Sus labios un suspiro sacudieron Dejándola en el lecho, ya rendida, Las tardes que por ella transcurrieron. Así cayó y así acabó su vida: Sus ojos y sus labios descendieron, Quedando para el sueño allí dormida. Soneto XII Heló el viento las fuentes del camino Que lloran ya su sueño y que, cuajadas, Recuerdan su alegría alborotadas En otro tiempo alegre y peregrino. Heló el viento, con ánimo mezquino, Las cumbres silenciosas que, nevadas, Aguardan nuevos meses, y calladas, El rayo esperan, siempre repentino. Los reinos alcanzó y los horizontes El beso de granizo que, no en vano, La sierra mira alegre, aunque dormida. Heló el viento la falda de los montes Los campos que, risueños en verano, Gimieron al partir de allí la vida. Soneto XIII Decid del sol que es fuerte su lucero Para que en él encienda la esperanza, Como un aliento alegre cuya danza La luz eleva allí donde la espero. Mas no digáis que, débil, su platero Se extingue ya en la vieja lontananza, Su luz haciendo mísera mudanza Que niega su color al mundo entero. Ya brilla el sol, y en él una alegría, Que acá en la tierra rompe la tristeza Y da blanco color al alba fría. Allí la siento, llena de belleza, Corriendo entre los astros con el día, La vida dando a la naturaleza. Soneto XIV Hirió el sol la belleza de la helada, La escarcha y el granizo que, sagrado, El alba derritió y, alborotado, Dejó libre correr a su morada. El viento heló de nuevo a la invernada La lluvia que al ser ya cristal cuajado, Tranquila, silenciosa, en este estado, Dejó pasar feliz la madrugada. Y el sol volvió a nacer en lo lejano Y el rayo a deshacer la nieve bella, Si bien no fue como lo es en el verano. No pudo, en cambio, aquella vaga estrella El hielo deshacer del que ya cano, Ornó el cabello con mortal querella. Soneto XV Las rosas de la vida deshojaron Las horas sin clemencia, y el rocío Que trajo la mañana del estío Allí donde las noches la miraron. Rondó después la muerte, y la encontraron Los vientos de la tarde a su albedrío, En un callado y triste señorío Donde un mirar sincero alborotaron. Partió Pilar de donde la quería Aquel cariño bello de los suyos A una morada lóbrega y callada. Cayeron de su vida los capullos, Segados por la tarde, aunque no fría, Que no le dio esperanza en sus arrullos. El brillo del ocaso Dejad que vuele En las lontananzas El brillo del ocaso Y llene de color el horizonte, Y que, quebrando el día, La noche se cierna sobre el cielo, A sus anchas siempre, Con los corceles de la tarde. Alcanzará los llanos y montes. Y bosques y lagos. Y valles serán suyos, y arroyos. Y, rezando como las sombras rezan, Llegará la noche no esperada, Hiriendo el cielo como un potro airado, Con su tristeza repentina y amarga, Robando bullicio A las horas que bostezan. Alcanzará estanques y charcas. Alcanzará los mares y playas. Las calas serán suyas, los cantiles. Y, rezando Como las sombras rezan, Llegará la sombra rigurosa, Hiriendo el cielo, sus balconadas tomando, Con su amargura mezquina. Soneto XVI La cubre hoy ya la tierra desolada, Mas fue el oro del alba, la alegría Que enciende las antorchas donde el día Renace donde nace la alborada. Dichosa fue y fue dicha engalanada Que, llena de cariño se encendía, Los suyos contemplando a quien sabía Tan llenos del amor de su mirada. Partió en un carro bello hacia la nada, Serena al respirar, que, aunque partía, Seguía su mirada enamorada. Jamás bebió tu voz de la amargura Que, siempre por la dicha alborotada, Dejó de ser sin ser melancolía. 2008 © José Ramón Muñiz Álvarez “Las campanas de la muerte” Segunda parte: "Los ballesteros de la tarde" Todos los derechos reservados por el autor. José Ramón Muñiz Álvarez (Breve reseña) José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispanica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía. Es autor de varios libros, de los cuales ya ha dado a conocer "Las campanas de la muerte", aunque en una tirada modesta. "Las campanas de la muerte" es una obra que consta de tres poemarios: 1-. "Arqueros del alba", dedicado a su abuela materna, Dolores Menéndez López. 2-. "Ballesteros de la tarde", dedicado a la abuela paterna, Pilar Muñiz Muñiz. 3-. "Lanceros del ocaso", dedicado a uno de sus tíos: Gervasio. El poemario demuestra el extraordinario vínculo del poeta con sus abuelas, en un momento delicado: el del fallecimiento de las mismas. Es indicativo que el libro se escribiese en tres tandas, las dos últimas muy seguidas. Las partes del libro datan de diciembre de 2005 a enero de 2006, primavera verano de 2007 y enero de 2008. En este tipo de poesía se recurre a las estrofas más tradicionales, con dos únicas excepciones de verso libre. Además de un romance, las demás estrofas son silvas blancas, espinelas y, sobre todo, sonetos. |
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