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Etiquetas: libro de sonetos, jose ramon muñiz alvarez “Arqueros del alba” Para María de los Dolores Menéndez López Soneto XVI La espuma que rizaba tu cabeza Manchaba los cabellos blanquecinos, Hermosos como mares coralinos Que dejan en la costa su pereza. Tu rostro fue bandera de nobleza, Los ojos vivarachos, peregrinos, Atentos a los brillos cristalinos Del aire que enseñaba su pureza. Halló en tu pecho un rico posadero La luz de tu cariño y tu ternura, Nacida de tu voz, raro lucero. Jamás bebió tu voz de la amargura Ni el brillo ardió en tus ojos sin esmero, Mas tu cabello heló la nieve pura. Soneto XVII De nuevo alejará las sombras muertas La alcoba de la noche mortecina, Las sábanas oscuras, la cortina Que ve las horas tristes y desiertas. Las luces de otro sol verán abiertas Los pórticos que aún cubre la neblina, Y lenta, temerosa, peregrina, La aurora cruzará sus anchas puertas. Un cielo despejado traerá el día Por donde vuela libre el aire sano, Extraño mensajero de alegría. Vendrá la luz del reino más lejano, Más no te encontrará en la brisa fría Ni el sol verá el bostezo más temprano. Soneto XVIII No escondas la mirada luminosa Que alcanza, vivaracha, la alegría, Que el brillo que se enciende cada día Envidia tu alborada generosa. Enséñanos tus ojos y, graciosa, Irrádianos de luz donde, sombría, Renace con tristeza, helada y fría, La aurora que despierta perezosa. Y muéstrate feliz, que tu sonrisa Compite con la luz de las estrellas Que guarda el cielo al alba siempre aprisa. No escondas tus miradas si son bellas, Enséñanos tu luz clara, imprecisa, Y olvida, si las tienes, las querellas. La lluvia de diciembre Mirad, tras los cristales, La lluvia de diciembre, Que vuelve, sin apuro, Manchando las mañanas, Las tardes y las noches con su beso Amargo, silencioso y peregrino, Sereno y apagado Como una pincelada que las sombras Dejaron en un lienzo Callado como el sueño del arroyo. Mirad, tras los cristales, La lluvia de diciembre, Que vuelve, sin apuro, Dejando atrás el brillo Del fuego del crepúsculo temprano, Sereno, resignado, sentencioso, Cansado de agotarse, Ahogado entre las trenzas de la noche, Cuyas estrellas saben Del curso rumoroso del arroyo. Mirad, tras los cristales, La lluvia de diciembre, Que vuelve, sin apuro, Los recuerdos tristes De cómo la sonrisa de la abuela Se fue apagando, casi sin saberlo, Porque la edad la pudo, Porque los años fatigosos derrotaron Su vida malherida Por el cansancio amargo del camino. Soneto XIX Existe un sueño intenso y tan profundo Que sueña en él aquel que, adormecido, Sumerge su conciencia y, abatido, Exhala su suspiro más rotundo. El cielo alcanzó el oro en un segundo, Un reino de colores que, encendido, De músicas se llena y de sonido, El ánimo mudando en vagabundo. Allí reposas hoy, triste el aliento, La vida y la esperanza en lo lejano, También la luz, el oro ceniciento. Dejando sólo un eco del verano, Cayó del árbol, al correr del viento, El fruto generoso del manzano. Soneto XX Fue el fruto silencioso del manzano De aquel color, al tiempo que dormía, La luz que despertó la brisa fría De aquel diciembre gris pero lozano. La luz del sol nacía en lo lejano Y el verde de los mares presumía De verse tan hermoso, pues el día, Madrugador, alzóse aún más temprano. La lumbre se apagaba en tu mirada, Rendida ya a la sombra, que, al acecho, Borrar quiso su hoguera resignada. Así calló tu voz, cedió tu pecho, Dejó de respirar y, derrotada, Un féretro de rosas fue tu lecho. Cruza las nubes valiente Vuela, mi amor, a la altura Y conquista el ancho cielo, Que, alcanzado de tu vuelo, Se rendirá a tu hermosura. Abre las alas y apura La brevedad de tu viaje. No temas, ve con coraje Donde habitan las estrellas, Brillos vagos y centellas Que alumbran hoy el paisaje. Cruza las nubes, valiente, Y, en las lejanas mansiones, Corona sus torreones, Vuelve estandarte tu frente. Antes que verte doliente, Álzate, bella, en el viento. Se llama en el firmamento Y en el aire primavera, Aunque diciembre quisiera Quebrar tu voz y tu aliento. No te apartes del camino Cuando vayas a la altura, Mientras, lleno de amargura, Ves nuestro llanto vecino. En el aire peregrino Serás un gorrión pequeño. Regálate, pues, al sueño, Cuando, gala a tu belleza, Quiere ser oro y pureza, El sol que tomas por dueño. Soneto XXI Rindió el bastión sus torres y su muro, Sus piedras y su fuerza, y, generoso, El cielo se hizo claro y espacioso, Soltando sus corceles sin apuro. La sombra desmintió su velo oscuro Dejando que bullera, luminoso, Un sol febril, acaso temeroso Del hielo de la noche, el aire puro. El mar halló el pincel que, con el día, Manchaba con sus fuegos el paisaje, Llenándolos de luz y de belleza. Cansada de esperar, tu voz dormía, El alma presta, lista para el viaje, Helado el pecho, viva la tristeza Soneto XXII Recuerdo tu mirar, que, perezoso, A veces quejumbroso de la vida, Los párpados cerraba, si, dormida, Buscabas un descanso más gozoso. Sentada en la butaca, con reposo, Solías ver las horas, su partida, Corriendo a la aventura, y, aburrida, Salvabas un bostezo generoso. El sueño era en tus carnes un consuelo Que siempre tus plegarias suplicaron Aquellas tardes grises y otoñales. Soñabas, y tus sueños eran cielo, Descanso a los dolores que segaron Sonrisas, otras veces, con sus males. Soneto XXIII Dejaste este rincón cuando la aurora Lucía sus mayores hermosuras, Sus luces y sus galas, donde, oscuras, Las sombras la supieron vencedora. Llegaba la mañana que, sonora, Los pájaros halló en las espesuras, Alegres de encontrarte en las alturas, Un ángel resignado que no llora. Luciérnaga que brilla sin apuro El tiempo que se escapa traicionero, Los cielos liberó del viejo muro. Será llorar tu falta al mundo entero Buscar consuelo, como el aire puro, Allí donde se apaga tu lucero. Soneto XXIV Despierta en el recuerdo de tu aliento, Tu voz resuena, brilla la mirada, Canción de amor que llena la alborada Y el cielo corre, alada como el viento. Testigo de la luz de aquel momento Que pudo ver tu llama ilusionada, La tarde luminosa derramada Hallé en tu voz, tu amor, tu sentimiento. Partió, sin avisar, hacia otros mares, Acaso temeroso, fugitivo, Tu espíritu, buscando otros lugares. Pudiera izar la vela estando vivo, Como un aventurero a los altares, Mi aliento hacia tu voz, volando esquivo. Soneto XXV No pierdas en el reino de lo oscuro La gracia de los besos pronunciados, Que fueron con cariño regalados Para aliviar tu rostro limpio y puro. La sombra del ocaso será un muro Que no podrán cruzar cuando, callados, Los diga tristes, débiles, cansados, Viajeros en el alba con apuro. En mí retengo todos los momentos Que no repetirá, al correr, la historia, Tesoro de mis horas y mis días. Tu ausencia cobra un mar de sentimientos, Mas no te borrará de la memoria Ni en penas ni en dolor ni en alegrías. Las campanas de la muerte. Dejad que, suave y sereno, Roce su mejilla hermosa El aire que la desposa Besando su rostro bueno, Aunque la llene el veneno Que le ha arrancado la vida, Que la lanzó a esta partida La edad, su sueño pesado, El tiempo que, fatigado, Abrazó la despedida. Dejad que, bello y tranquilo, Duerma su semblante hermoso, Que disfrute del reposo Que, silencioso, vigilo, Porque se va con sigilo Aunque quiera retenerla, Que no puede detenerla La luz que, tras los cordales, Ve las galas matinales Que pudieron defenderla. Dejad que, afligido el pecho, Descanse el aliento herido Del dolor que ha consumido Su impotencia y su despecho, Porque, la sombra al acecho, No cabe esperar que acierte Los designios de la suerte El silencio que bosteza, Si marchitan la belleza Las campanas de la muerte. Dejad que, blanca y callada, Alcance la aurora bella La altura de aquella estrella Que admira la madrugada, Que ya la noche cansada Ve el despertar de los cielos Pues nieve derrite y hielos, El granizo blanquecino, Bullicioso en el camino Que alborotan los riachuelos. Dejad que, tierna y ligera, Tome su mano la brisa, Y, en el aire, su sonrisa Vuele libre donde quiera, Que otro palacio la espera Después de ese largo viaje Que hoy emprende en un carruaje Digno de llevarla encima, A otro lugar, otra cima, Otro reino, otro paisaje. Soneto XXVI Más triste, en el azul del firmamento, Volar podrá su risa, cuando, en vilo, La luz de la alborada enseñe el filo De su puñal callado y ceniciento. Los años correrán sobre el aliento Helado que escapó al aire tranquilo, Buscando hallar en él un nuevo asilo, Palacio levantado para el viento. Será encontrar su rostro en una estrella Al tiempo que la noche helada y fría Retira su corcel de madrugada. Y la recordaré, siempre tan bella, Amable, cariñosa cada día, Paciente en la vejez, tal vez cansada. Soneto XXVII Halló de madrugada aquel aliento Al deshojar las flores de la vida, El aire malherido que, dormida, Borró en su rostro todo el sufrimiento. Un cielo azul, un nuevo firmamento Dejó volar tus alas, y, perdida, El cielo se hizo grande, pues, vencida, Tu voz esparció en él la luz del viento. La luz del sol rayó la lejanía, Gorrión dorado, rápido estandarte Que bellos horizontes encendía. Fue cruel la madrugada con besarte Cuando el azul del cielo descubría Un sol que iluminaba cada parte. Soneto XXVIII La luz del sol fue bella en tu mirada, Haciendo sus antorchas más sencillas, Mirándose en tus ojos, si es que brillas Más pura que el granizo y la nevada. Hermosas sobre el mar, a la alborada, Las luces enseñaron las orillas, Un ángel que, besando tus mejillas, Tu rostro arrebató de madrugada. Calláronse los labios, que, gozosos, Ardieron con la brisa un breve instante Para apagarse luego, silenciosos. Fue hechizo de coral, raro brillante, Puñal de plata y oro luminosos, Luciendo su belleza en tu semblante. Los ruiseñores No veréis el arroyuelo Que, apurando su camino, Corre alegre y peregrino, Después de ver el deshielo, Si, libres los pies del suelo, Salta al abismo y, valiente, Deja volar su corriente Al lanzarse en la cascada, Desde la roca elevada Que cabalga, transparente. No hallaréis los ruiseñores Que, en la callada espesura, Cantan, con tierna dulzura, Su reclamo y sus amores, Desde que ven los albores Dibujarse en lo lejano, Cuando los valles, el llano, Los cordales y la sierra, Sienten que vive la tierra Y el sol se enciende lozano. Hoy nos falta la belleza De su aliento fatigado, De su mirar animado, Sus bostezos, su pereza, Al dejarnos con tristeza, Pues ella, llena de vida, Como una aurora encendida Que hubiera robado al cielo, Era luz, era consuelo, Rosa del tiempo vencida. La aurora alzó los ojos La aurora alzó los ojos Con un bostezo mágico, Cruzando las orillas Del mar desconocido, Y, entonces recordé aquel sol cobarde Que supo ser jinete en sus corceles, Cuando las rosas bellas Morían en sus manos, Marchitas del abrazo de la escarcha. La aurora alzó los ojos Con un bostezo mágico, Cruzando las orillas Del mar desconocido, Y, entonces recordé tu rostro bello, Llevado hasta los cielos por el alba, Que vino, con apuro, En esos días grises Que no avanzaron nunca en el camino. La aurora alzó los ojos Con un bostezo mágico, Cruzando las orillas Del mar desconocido, Y, entonces, la maldije por tu ausencia, Sabiendo reprocharle las mentiras Que arranca el desengaño De su ropaje bello, Tan claro como el aire que regresa. Soneto XXIX En la constelación de tus mejillas, Hermoso carrusel, llama de plata, Vive una flor, sonrisa que desata Tu espíritu jovial, sus maravillas. Se suman las estrellas y así brillas En esa noche clara, pues, sensata, Vano de amor, la luna se dilata Con luces apagadas y sencillas. Y sigue vivaracho tu semblante Y prende tu sonrisa cariñosa, Amable a cada rato, a cada instante. Es la constelación que te hace hermosa, La noche clara y bella que, incesante, Mostró en tu rostro aquella mariposa. Soneto XXX Las noches de los viernes otoñales Pasábamos las horas juntamente, Las brasas encendidas, llama ardiente, Dormida en las cenizas minerales. El viento acariciaba los cristales Buscando el fuego, cuya luz paciente Asaba las castañas lentamente, Detrás de aquellos viejos ventanales. La lumbre calentaba las estancias De la buhardilla vieja que habitaron Los brillos de los guiños de la abuela. El fuego alzó sus mágicas fragancias, Virutas que, al arder, iluminaron Las brasas del hollín que, libre, vuela. El mar alborotado El mar alborotado Dejó que, ensortijadas, Corriesen sus espumas, Bajo el color dorado que encendía La luz de la alborada silenciosa, Que vio el carruaje bello Que te arrastró hacia un cielo luminoso, Y fueron en mis ojos Las lágrimas brotando, Al ver el resplandor de la mañana. La muerte se hizo dueña De la sonrisa alegre de tu rostro, El oro y la hermosura Que ardían, a menudo, en tu retrato, Alegre como el fuego Que, sobre el horizonte, El aire iba poblando de colores, De luces encendidas que cerraban Los pórticos callados Del reino que hacen claro las estrellas. Por eso, cada día, Verás que, emocionado, Irá mi pensamiento Buscando las caricias de otras veces, Los besos encendidos de otro tiempo, Cuando, sin apurarse, Las horas navegaban los arroyos Del aire envejecido Que me hallará forzando Los remos de una barca hasta encontrarte. Soneto XXXI Un brillo de emoción y de ternura Enciende la memoria en las entrañas, El mar donde, serena, al fin te bañas, Si no es el arroyuelo que murmura. El cielo azul se llena de dulzura, Naciendo el sol detrás de las montañas, Y, viva siempre en él, rosas extrañas Recoges sobre el viento que se apura. Si un guiño a tus sonrisas celestiales Es poco para hablar de tu belleza, Mis lágrimas serán raros cristales. Tu voz en mis adentros aún bosteza Con el amanecer cuyos puñales Rindieron hoy tu frágil fortaleza. 2005 © José Ramón Muñiz Álvarez “Las campanas de la muerte” Primera parte: "Los arqueros del alba" Todos los derechos reservados por el autor. José Ramón Muñiz Álvarez (Breve reseña) José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispanica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía. Es autor de varios libros, de los cuales ya ha dado a conocer "Las campanas de la muerte", aunque en una tirada modesta. "Las campanas de la muerte" es una obra que consta de tres poemarios: 1-. "Arqueros del alba", dedicado a su abuela materna, Dolores Menéndez López. 2-. "Ballesteros de la tarde", dedicado a la abuela paterna, Pilar Muñiz Muñiz. 3-. "Lanceros del ocaso", dedicado a uno de sus tíos: Gervasio. El poemario demuestra el extraordinario vínculo del poeta con sus abuelas, en un momento delicado: el del fallecimiento de las mismas. Es indicativo que el libro se escribiese en tres tandas, las dos últimas muy seguidas. Las partes del libro datan de diciembre de 2005 a enero de 2006, primavera verano de 2007 y enero de 2008. En este tipo de poesía se recurre a las estrofas más tradicionales, con dos únicas excepciones de verso libre. Además de un romance, las demás estrofas son silvas blancas, espinelas y, sobre todo, sonetos. |
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