¡Síguenos!
RSS Subscríbete vía e-mail
RSSContador de Suscriptores de Winred
BoletinesSuscríbete al boletín
Ya somos más de 34561 suscriptos!
Usuario - - Acceso de Usuarios
Jueves - 28.Marzo.2024

Estás en: Poetas noveles

"Los arqueros del alba" (segunda parte)

ver las estadisticas del contenidorecomendar  contenido a un amigo
Enviado (03/11/2010)Enviado porJose Ramon Muñiz Alvarez-

 
Arqueros del alba

 

Para María de los Dolores Menéndez López

 

Soneto XVI

 

       La espuma que rizaba tu cabeza

Manchaba los cabellos blanquecinos,

Hermosos como mares coralinos

Que dejan en la costa su pereza.

       Tu rostro fue bandera de nobleza,

Los ojos vivarachos, peregrinos,

Atentos a los brillos cristalinos

Del aire que enseñaba su pureza.

       Halló en tu pecho un rico posadero

La luz de tu cariño y tu ternura,

Nacida de tu voz, raro lucero.

       Jamás bebió tu voz de la amargura

Ni el brillo ardió en tus ojos sin esmero,

Mas tu cabello heló la nieve pura.

 

Soneto XVII

 

       De nuevo alejará las sombras muertas

La alcoba de la noche mortecina,

Las sábanas oscuras, la cortina

Que ve las horas tristes y desiertas.

       Las luces de otro sol verán abiertas

Los pórticos que aún cubre la neblina,

Y lenta, temerosa, peregrina,

La aurora cruzará sus anchas puertas.

       Un cielo despejado traerá el día

Por donde vuela libre el aire sano,

Extraño mensajero de alegría.

      Vendrá la luz del reino más lejano,

Más no te encontrará en la brisa fría

Ni el sol verá el bostezo más temprano.

 

Soneto XVIII

 

       No escondas la mirada luminosa

Que alcanza, vivaracha, la alegría,

Que el brillo que se enciende cada día

Envidia tu alborada generosa.

      Enséñanos tus ojos y, graciosa,

Irrádianos de luz donde, sombría,

Renace con tristeza, helada y fría,

La aurora que despierta perezosa.

       Y muéstrate feliz, que tu sonrisa

Compite con la luz de las estrellas

Que guarda el cielo al alba siempre aprisa.

       No escondas tus miradas si son bellas,

Enséñanos tu luz clara, imprecisa,

Y olvida, si las tienes, las querellas.

 

La lluvia de diciembre

 

       Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Manchando las mañanas,

Las tardes y las noches con su beso

Amargo, silencioso y peregrino,

Sereno y apagado

Como una pincelada que las sombras

Dejaron en un lienzo

Callado como el sueño del arroyo.

       Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Dejando atrás el brillo

Del fuego del crepúsculo temprano,

Sereno, resignado, sentencioso,

Cansado de agotarse,

Ahogado entre las trenzas de la noche,

Cuyas estrellas saben

Del curso rumoroso del arroyo.

       Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Los recuerdos tristes

De cómo la sonrisa de la abuela

Se fue apagando, casi sin saberlo,

Porque la edad la pudo,

Porque los años fatigosos derrotaron

Su vida malherida

Por el cansancio amargo del camino.

 

Soneto XIX

 

       Existe un sueño intenso y tan profundo

Que sueña en él aquel que, adormecido,

Sumerge su conciencia y, abatido,

Exhala su suspiro más rotundo.

      El cielo alcanzó el oro en un segundo,

Un reino de colores que, encendido,

De músicas se llena y de sonido,

El ánimo mudando en vagabundo.

       Allí reposas hoy, triste el aliento,

La vida y la esperanza en lo lejano,

También la luz, el oro ceniciento.

       Dejando sólo un eco del verano,

Cayó del árbol, al correr del viento,

El fruto generoso del manzano.

 

Soneto XX

 

       Fue el fruto silencioso del manzano

De aquel color, al tiempo que dormía,

La luz que despertó la brisa fría

De aquel diciembre gris pero lozano.

       La luz del sol nacía en lo lejano

Y el verde de los mares presumía

De verse tan hermoso, pues el día,

Madrugador, alzóse aún más temprano.

       La lumbre se apagaba en tu mirada,

Rendida ya a la sombra, que, al acecho,

Borrar quiso su hoguera resignada.

       Así calló tu voz, cedió tu pecho,

Dejó de respirar y, derrotada,

Un féretro de rosas fue tu lecho.

 

Cruza las nubes valiente

 

       Vuela, mi amor, a la altura

Y conquista el ancho cielo,

Que, alcanzado de tu vuelo,

Se rendirá a tu hermosura.

Abre las alas y apura

La brevedad de tu viaje.

No temas, ve con coraje

Donde habitan las estrellas,

Brillos vagos y centellas

Que alumbran hoy el paisaje.

       Cruza las nubes, valiente,

Y, en las lejanas mansiones,

Corona sus torreones,

Vuelve estandarte tu frente.

Antes que verte doliente,

Álzate, bella, en el viento.

Se llama en el firmamento

Y en el aire primavera,

Aunque diciembre quisiera

Quebrar tu voz y tu aliento.

       No te apartes del camino

Cuando vayas a la altura,

Mientras, lleno de amargura,

Ves nuestro llanto vecino.

En el aire peregrino

Serás un gorrión pequeño.

Regálate, pues, al sueño,

Cuando, gala a tu belleza,

Quiere ser oro y pureza,

El sol que tomas por dueño.

 

Soneto XXI

 

       Rindió el bastión sus torres y su muro,

Sus piedras y su fuerza, y, generoso,

El cielo se hizo claro y espacioso,

Soltando sus corceles sin apuro.

       La sombra desmintió su velo oscuro

Dejando que bullera, luminoso,

Un sol febril, acaso temeroso

Del hielo de la noche, el aire puro.

       El mar halló el pincel que, con el día,

Manchaba con sus fuegos el paisaje,

Llenándolos de luz y de belleza.

       Cansada de esperar, tu voz dormía,

El alma presta, lista para el viaje,

Helado el pecho, viva la tristeza

 

Soneto XXII

 

       Recuerdo tu mirar, que, perezoso,

A veces quejumbroso de la vida,

Los párpados cerraba, si, dormida,

Buscabas un descanso más gozoso.

       Sentada en la butaca, con reposo,

Solías ver las horas, su partida,

Corriendo a la aventura, y, aburrida,

Salvabas un bostezo generoso.

       El sueño era en tus carnes un consuelo

Que siempre tus plegarias suplicaron

Aquellas tardes grises y otoñales.

       Soñabas, y tus sueños eran cielo,

Descanso a los dolores que segaron

Sonrisas, otras veces, con sus males.

 

Soneto XXIII

 

       Dejaste este rincón cuando la aurora

Lucía sus mayores hermosuras,

Sus luces y sus galas, donde, oscuras,

Las sombras la supieron vencedora.

       Llegaba la mañana que, sonora,

Los pájaros halló en las espesuras,

Alegres de encontrarte en las alturas,

Un ángel resignado que no llora.

       Luciérnaga que brilla sin apuro

El tiempo que se escapa traicionero,

Los cielos liberó del viejo muro.

       Será llorar tu falta al mundo entero

Buscar consuelo, como el aire puro,

Allí donde se apaga tu lucero.

 

Soneto XXIV

 

       Despierta en el recuerdo de tu aliento,

Tu voz resuena, brilla la mirada,

Canción de amor que llena la alborada

Y el cielo corre, alada como el viento.

       Testigo de la luz de aquel momento

Que pudo ver tu llama ilusionada,

La tarde luminosa derramada

Hallé en tu voz, tu amor, tu sentimiento.

       Partió, sin avisar, hacia otros mares,

Acaso temeroso, fugitivo,

Tu espíritu, buscando otros lugares.

Pudiera izar la vela estando vivo,

Como un aventurero a los altares,

Mi aliento hacia tu voz, volando esquivo.

 

Soneto XXV

 

       No pierdas en el reino de lo oscuro

La gracia de los besos pronunciados,

Que fueron con cariño regalados

Para aliviar tu rostro limpio y puro.

       La sombra del ocaso será un muro

Que no podrán cruzar cuando, callados,

Los diga tristes, débiles, cansados,

Viajeros en el alba con apuro.

       En mí retengo todos los momentos

Que no repetirá, al correr, la historia,

Tesoro de mis horas y mis días.

       Tu ausencia cobra un mar de sentimientos,

Mas no te borrará de la memoria

Ni en penas ni en dolor ni en alegrías.

 

Las campanas de la muerte.

 

       Dejad que, suave y sereno,

Roce su mejilla hermosa

El aire que la desposa

Besando su rostro bueno,

Aunque la llene el veneno

Que le ha arrancado la vida,

Que la lanzó a esta partida

La edad, su sueño pesado,

El tiempo que, fatigado,

Abrazó la despedida.

       Dejad que, bello y tranquilo,

Duerma su semblante hermoso,

Que disfrute del reposo

Que, silencioso, vigilo,

Porque se va con sigilo

Aunque quiera retenerla,

Que no puede detenerla

La luz que, tras los cordales,

Ve las galas matinales

Que pudieron defenderla.

       Dejad que, afligido el pecho,

Descanse el aliento herido

Del dolor que ha consumido

Su impotencia y su despecho,

Porque, la sombra al acecho,

No cabe esperar que acierte

Los designios de la suerte

El silencio que bosteza,

Si marchitan la belleza

Las campanas de la muerte.

       Dejad que, blanca y callada,

Alcance la aurora bella

La altura de aquella estrella

Que admira la madrugada,

Que ya la noche cansada

Ve el despertar de los cielos

Pues nieve derrite y hielos,

El granizo blanquecino,

Bullicioso en el camino

Que alborotan los riachuelos.

       Dejad que, tierna y ligera,

Tome su mano la brisa,

Y, en el aire, su sonrisa

Vuele libre donde quiera,

Que otro palacio la espera

Después de ese largo viaje

Que hoy emprende en un carruaje

Digno de llevarla encima,

A otro lugar, otra cima,

Otro reino, otro paisaje.

 

Soneto XXVI

 

       Más triste, en el azul del firmamento,

Volar podrá su risa, cuando, en vilo,

La luz de la alborada enseñe el filo

De su puñal callado y ceniciento.

       Los años correrán sobre el aliento

Helado que escapó al aire tranquilo,

Buscando hallar en él un nuevo asilo,

Palacio levantado para el viento.

       Será encontrar su rostro en una estrella

Al tiempo que la noche helada y fría

Retira su corcel de madrugada.

       Y la recordaré, siempre tan bella,

Amable, cariñosa cada día,

Paciente en la vejez, tal vez cansada.

 

Soneto XXVII

 

       Halló de madrugada aquel aliento

Al deshojar las flores de la vida,

El aire malherido que, dormida,

Borró en su rostro todo el sufrimiento.

       Un cielo azul, un nuevo firmamento

Dejó volar tus alas, y, perdida,

El cielo se hizo grande, pues, vencida,

Tu voz esparció en él la luz del viento.

       La luz del sol rayó la lejanía,

Gorrión dorado, rápido estandarte

Que bellos horizontes encendía.

       Fue cruel la madrugada con besarte

Cuando el azul del cielo descubría

Un sol que iluminaba cada parte.

 

Soneto XXVIII

 

       La luz del sol fue bella en tu mirada,

Haciendo sus antorchas más sencillas,

Mirándose en tus ojos, si es que brillas

Más pura que el granizo y la nevada.

       Hermosas sobre el mar, a la alborada,

Las luces enseñaron las orillas,

Un ángel que, besando tus mejillas,

Tu rostro arrebató de madrugada.

       Calláronse los labios, que, gozosos,

Ardieron con la brisa un breve instante

Para apagarse luego, silenciosos.

      Fue hechizo de coral, raro brillante,

Puñal de plata y oro luminosos,

Luciendo su belleza en tu semblante.

 

Los ruiseñores

 

       No veréis el arroyuelo

Que, apurando su camino,

Corre alegre y peregrino,

Después de ver el deshielo,

Si, libres los pies del suelo,

Salta al abismo y, valiente,

Deja volar su corriente

Al lanzarse en la cascada,

Desde la roca elevada

Que cabalga, transparente.

       No hallaréis los ruiseñores

Que, en la callada espesura,

Cantan, con tierna dulzura,

Su reclamo y sus amores,

Desde que ven los albores

Dibujarse en lo lejano,

Cuando los valles, el llano,

Los cordales y la sierra,

Sienten que vive la tierra

Y el sol se enciende lozano.

       Hoy nos falta la belleza

De su aliento fatigado,

De su mirar animado,

Sus bostezos, su pereza,

Al dejarnos con tristeza,

Pues ella, llena de vida,

Como una aurora encendida

Que hubiera robado al cielo,

Era luz, era consuelo,

Rosa del tiempo vencida.

 

La aurora alzó los ojos

 

       La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces recordé aquel sol cobarde

Que supo ser jinete en sus corceles,

Cuando las rosas bellas

Morían en sus manos,

Marchitas del abrazo de la escarcha.

       La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces recordé tu rostro bello,

Llevado hasta los cielos por el alba,

Que vino, con apuro,

En esos días grises

Que no avanzaron nunca en el camino.

       La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces, la maldije por tu ausencia,

Sabiendo reprocharle las mentiras

Que arranca el desengaño

De su ropaje bello,

Tan claro como el aire que regresa.

 

Soneto XXIX

 

       En la constelación de tus mejillas,

Hermoso carrusel, llama de plata,

Vive una flor, sonrisa que desata

Tu espíritu jovial, sus maravillas.

       Se suman las estrellas y así brillas

En esa noche clara, pues, sensata,

Vano de amor, la luna se dilata

Con luces apagadas y sencillas.

       Y sigue vivaracho tu semblante

Y prende tu sonrisa cariñosa,

Amable a cada rato, a cada instante.

       Es la constelación que te hace hermosa,

La noche clara y bella que, incesante,

Mostró en tu rostro aquella mariposa.

 

Soneto XXX

 

       Las noches de los viernes otoñales

Pasábamos las horas juntamente,

Las brasas encendidas, llama ardiente,

Dormida en las cenizas minerales.

       El viento acariciaba los cristales

Buscando el fuego, cuya luz paciente

Asaba las castañas lentamente,

Detrás de aquellos viejos ventanales.

       La lumbre calentaba las estancias

De la buhardilla vieja que habitaron

Los brillos de los guiños de la abuela.

       El fuego alzó sus mágicas fragancias,

Virutas que, al arder, iluminaron

Las brasas del hollín que, libre, vuela.

 

El mar alborotado

 

       El mar alborotado

Dejó que, ensortijadas,

Corriesen sus espumas,

Bajo el color dorado que encendía

La luz de la alborada silenciosa,

Que vio el carruaje bello

Que te arrastró hacia un cielo luminoso,

Y fueron en mis ojos

Las lágrimas brotando,

Al ver el resplandor de la mañana.

       La muerte se hizo dueña

De la sonrisa alegre de tu rostro,

El oro y la hermosura

Que ardían, a menudo, en tu retrato,

Alegre como el fuego

Que, sobre el horizonte,

El aire iba poblando de colores,

De luces encendidas que cerraban

Los pórticos callados

Del reino que hacen claro las estrellas.

       Por eso, cada día,

Verás que, emocionado,

Irá mi pensamiento

Buscando las caricias de otras veces,

Los besos encendidos de otro tiempo,

Cuando, sin apurarse,

Las horas navegaban los arroyos

Del aire envejecido

Que me hallará forzando

Los remos de una barca hasta encontrarte.

 

Soneto XXXI

 

       Un brillo de emoción y de ternura

Enciende la memoria en las entrañas,

El mar donde, serena, al fin te bañas,

Si no es el arroyuelo que murmura.

       El cielo azul se llena de dulzura,

Naciendo el sol detrás de las montañas,

Y, viva siempre en él, rosas extrañas

Recoges sobre el viento que se apura.

        Si un guiño a tus sonrisas celestiales

Es poco para hablar de tu belleza,

Mis lágrimas serán raros cristales.

       Tu voz en mis adentros aún bosteza

Con el amanecer cuyos puñales

Rindieron hoy tu frágil fortaleza.

 

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez

“Las campanas de la muerte”

Primera parte: "Los arqueros del alba"

Todos los derechos reservados por el autor.

 

José Ramón Muñiz Álvarez

(Breve reseña)

 

José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispanica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía. Es autor de varios libros, de los cuales ya ha dado a conocer "Las campanas de la muerte", aunque en una tirada modesta.

"Las campanas de la muerte" es una obra que consta de tres poemarios:

 

1-. "Arqueros del alba", dedicado a su abuela materna, Dolores Menéndez López.

 

2-. "Ballesteros de la tarde", dedicado a la abuela paterna, Pilar Muñiz Muñiz.

 

3-. "Lanceros del ocaso", dedicado a uno de sus tíos: Gervasio.

 

El poemario demuestra el extraordinario vínculo del poeta con sus abuelas, en un momento delicado: el del fallecimiento de las mismas. Es indicativo que el libro se escribiese en tres tandas, las dos últimas muy seguidas. Las partes del libro datan de diciembre de 2005 a enero de 2006, primavera verano de 2007 y enero de 2008.

En este tipo de poesía se recurre a las estrofas más tradicionales, con dos únicas excepciones de verso libre. Además de un romance, las demás estrofas son silvas blancas, espinelas y, sobre todo, sonetos.


Compártelo:meneamedeliciousgoogle bookmarkstwitterfacebooktumblr
Vota:
Resultado:
(1 votos: promedio 5 sobre 5)
COMENTARIOS
Añadir nuevo comentario como [conectarse]
0 Caracteres escritos / Restan 1000
Resuelve esta operación: x = 
Esta web no se hace responsable de los comentarios escritos por los usuarios. El usuario es responsable y titular de las opiniones vertidas. Si encuentra algún contenido erróneo u ofensivo, por favor, comuníquenoslo mediante el formulario de contacto para que podamos subsanarlo.
ir arriba
v.03.15:0,714
GestionMax
Novedades   Contacto   buscador   Mapa web   

Uso de cookies

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia de navegación y ofrecer contenidos y publicidad de interés. Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestrapolítica de cookies. Aceptar