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Peña Furada de Candás

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Enviado (31/07/2014)
Autor: José Ramón Muñiz
Enviado porJose Ramon Muñiz Alvarez-
Etiquetas: Candás

José Ramón Muñiz Álvarez


“LA SENDA ES UN AVANCE HACIA EL VACÍO” O “ES


SANO CAMINAR CADA


MAÑANA”


 


(introito)


 


Buscar una respuesta es adentrarse en raros y complejos laberintos de los que no es tan fácil el regreso. Buscar puede volverse peligroso, dejados a terribles aventuras, honduras que no fueron exploradas. Y siempre son difíciles las rutas que buscan la verdad donde lo cierto se vuelve inaccesible para el hombre. Pues la interrogación que se suspende, dejándonos flotar en el vacío, fustiga nuestras grandes inquietudes. Pero hay que ser valiente en los caminos, llegados a lugares tan inhóspitos que el alma se estremece con tristeza. Y, al caminar las sendas del invierno, de nuevo la poesía se nos une, sirviendo de consuelo en estos casos. De modo que es preciso deleitarse, perdido entre montañas, adentrándonos por un sendero estrecho, entre las sombras. Allí están las respuestas que buscamos o acaso no queremos, porque todos tememos lo que esconden los paisajes. En cambio, no habrá calma sin la búsqueda que ofrece el premio al brío del gallardo que quiere caminar estos caminos.


 


José Ramón Muñiz Álvarez


“LA SENDA ES UN AVANCE HACIA EL VACÍO” O “ES


SANO CAMINAR CADA


MAÑANA”


 


(Breve reflexión)


 


Es sano caminar cada mañana. La brisa corre fresca con el gesto jovial de las escarchas que bostezan. Las voces del invierno son hermosas y expresan pensamientos apagados que saben convencer al caminante. Sentirse peregrino con las luces que brillan con el alba, en las alturas, despierta, con sus hielos, el espíritu. Y es bello ver las cimas, a lo lejos, cubiertos por las nieves que se aferran al beso de los vientos repentinos. Pensad que estos caminos son hermosos y todos los deshielos que se admiran se siguen de otro tiempo de nevada. Mas, cuando llegue al fin la primavera, también hacer camino será bello por valles y quebradas, en silencio. El campo suele hablar a los que callan. Les sabe repetir esos discursos monótonos que siente el que es sensible: los prados y los árboles, sus hojas, el verde de sus hojas, porque es vida, nos dicen los secretos escondidos (los padres de la tierra conocieron saberes que no pueden revelarse a menos que los diga la hojarasca).


Y dicen los helechos en voz alta, si vemos los helechos a los lados, que todos los caminos son angostos: en esta tierra tiene su belleza seguir los pasos, ir por el camino, dejarse regalar por las imágenes; imágenes que dicen muchas cosas de un tiempo que es el nuestro y el de siempre, pues siempre es todo tiempo el tiempo mismo. Y es duro reflejar en un concepto las raras sensaciones que se tienen si piensa el caminante sobre el tiempo: las horas, los minutos y segundos que son el tiempo mismo, no son tiempo, sino que son un cálculo del tiempo. El tiempo es un misterio inexplicable que no puede alcanzar el pensamiento del hombre reflexivo que lo indaga. Porque halla el caminante, en sus senderos, los reinos anchurosos que se estrechan y se hacen más difíciles, más áridos, obstáculos que impiden ver de modo que puedan ser más claros los sucesos que dan continuidad al tiempo alado. Y todo es ver que escapa, que se fuga, que corre hacia un futuro sin frenarse, dejando lo pasado por perdido.


El tiempo, como aquellos fugitivos que huyeron de las lóbregas mazmorras buscando libertad, busca los bosques. Los bosques son lugares donde suele la sombra permitir el escondrijo a miles de alimañas que se guardan, y el tiempo, que no es fuerte ni aguerrido, que es tímido y se siente acorralado, prefiere que no sepan sus secretos. No es fácil perseguirlo en un terreno tan denso y peligroso, pues las ciénagas son coto en que no habremos de adentrarnos El tiempo, como el niño caprichoso, también se esconde allí, porque esas zonas son el mejor lugar al pie ligero. Y nadie es tan sutil como ese niño que corre, temeroso, que se escapa, llenándonos de muerte al darnos vida. Pensad por un momento en el espacio y en su profundidad, la perspectiva, colores que nos dicen los volúmenes. Tampoco comprenderlos se hace fácil, sabiendo que el espacio es un misterio incluso para el sabio matemático. Vivimos en un mundo de problemas que se hacen más complejos y no puede la mente despejar sus inquietudes.


Y entonces me diréis: “El tiempo es algo que solo es patrimonio de los dioses y no podrá ser nunca revelado”. Sabed que antes de Sócrates hablaron los viejos presocráticos del tiempo, que vio el enfrentamiento de estas gentes. Pues cierto es que pudieron los efesios mostrar su desacuerdo a los eleatas, que incluso se atrevieron a negarlo. Acaso insistiréis: “El tiempo es algo que deben calcular los astrofísicos que saben de complejas ecuaciones”. Sabed que hay mil misterios que se vuelven un algo impenetrable a la conciencia que quiera concebir lo que se ignora. Pues cálculos y leyes naturales no pueden explicar las inquietudes que brotan al saber que todo muere. Tal vez replicaréis: “El tiempo es algo que saben indomable los que saben, por eso no pretenden dominarlo”. Y habréis hablado bien, que no os lo niego: el tiempo es algo indómito, inefable, que no puede frenar el que se angustia, sabiendo que la muerte nos espera. El tiempo es arrojarse en el torrente y estar en la corriente que nos lleva, queriendo un asidero, en todo caso.


Dejemos los filósofos al margen. En ellos no hallaremos las respuestas que quiere el alma en sus desasosiegos. Nos dicen que, si acaso los filósofos no sirven ni nos dicen nada bueno, no habremos de fiar en los poetas: son siempre mentirosos y están locos, y suelen regalarse al vino tinto, dejándose llevar por el ingenio. Su falta de rigor es engañosa, más hay en ellos algo que es sublime, pues ellos hallan siempre otro camino. Su rara inspiración y sus quimeras revelan lo interior del ser humano, pues hablan de inquietudes tan profundas. Su verbo lenguaraz sabrá deciros que el tiempo es una angustia que genera lo amargo de una triste certidumbre. Pensad en la poesía del barroco. En ella repasamos lo sabido y hallamos la inquietud que nos acecha. Pero esta vez está solucionada: el tiempo no es asunto, sino el fuego que enciende frustraciones vitalistas. La muerte llegará y el tiempo corre. Y es este su saber, porque nos dicen que todo es vanidad de vanidades.


¿Es cierto lo que dicen en sus versos? La muerte es impasible y nos espera, y el tiempo siempre rema a su horizonte. Morir es el destino de quien siente la muerte como angustia y aniquila sus ganas de vivir, la vida misma. Y no hay quien, enfrentándose al destino, nos diga que la muerte es evitable, pues hemos de morir de todas formas. Podéis considerar que, tras la muerte, no existe nada ya y que, con la muerte, se os da un descanso casi deseable. No obstante, ese destino nunca agrada, la gente teme el halo de la muerte, que se hace más cercano, que ya llega. Quizás lo más sensato es aceptarlo, pensar que ese dolor es un absurdo, bastándonos ser vida mientras vive. Y es eso lo que somos, somos vida, la vida mientras vive y no lamenta la muerte que se acerca y que nos hiere. Y en esta valentía no neguemos lo bello, lo sincero y lo profundo que tienen los sonetos metafísicos: en ellos hay escrita una miseria que nace del saber, de lo consciente que llega a ser el hombre del barroco.


Y el caso es que el paisaje nos confiesa verdades que no son edificantes ni valen para dar mayores ánimos, pues llegan los otoños con sus lluvias, su escarcha y sus heladas y nos hablan de muerte, de vejez y decadencia; y el pardo y el rojizo que se encienden en la hojarasca bella de los bosques parece que reclaman los crepúsculos. Tal vez en los caminos embarrados, quizás en los rincones del olvido, quién sabe si no lejos de la orilla, no lejos de las aguas que discurren, buscando otro lugar mientras se apuran, hallamos la respuesta que nos mata, pues no hemos de durar eternamente, pues no hemos de vivir eternamente, pues no hemos de existir eternamente. De modo que es mejor decir verdades y hacernos a la idea de un destino que no suele mostrarse tan amable. Pues no es tan halagüeño ese momento que roba los alientos de la boca, puñal que hiere el pecho que respira. Morir no es un descanso, es consecuencia de haber dejado atrás el tiempo nuestro, de haber perdido ya lo que era nuestro.


Y el viejo peregrino que camina, mirando el valle y los acantilados que duermen junto a mares apacibles, comprende la verdad en las heladas, las voces encendidas de los truenos y el golpe repentino en la galerna, sabiendo que vendrá la sacudida tremenda que destruya, con su fuerza, las viejas esperanzas de los vivos. Y, yendo por las cumbres más agrestes, oirá la voz del viento que susurra las mil calamidades que lo acechan. Y, al ascender y ver ese destino, tendrá que hallar consuelo como suelen aquellos que se esconden de los rayos. Pues quiere el montañero, en plena sierra, poder hallar albergue cuando el tiempo se agita con violencia contra todo. Pues no han de quedar ya las esperanzas en quienes ven la muerte que se acerca, si saben que es su muerte la que viene. El viento sabe hablar al avefría, rugiendo y destrozando, con su grito, los árboles más recios de los bosques. Y llega el avefría como aviso de la invernada triste en la que el hielo se torna en un desierto de silencios.


La senda es un avance hacia el vacío.


 


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez


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